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sábado, 5 de mayo de 2018

La vida dentro de un castillo.

  Que Cádiz fue tierra de fronteras a lo largo de los últimos siglos medievales entre los reinos granadino y castellano, lo manifiesta la existencia de las distintas fortificaciones, cuando no fundaciones, de los pueblos de casi toda la provincia, especialmente, los serranos y los orientales, que permanecieron en el reino nazarita hasta finales del XV, bien de manera permanente, o cambiando de manos entre cristianos y musulmanes, algo muy normal en aquella frontera fluctuante. Dichas poblaciones, crecieron al amparo de un castillo, que solía estar situado en el monte más alto de una determinada zona, para dominar con ello un amplia área, y aunque no lo solemos ver hoy en día, paños de muralla solían salir de la fortaleza para rodear en casco urbano que la rodeaba. Muchas de estas han desaparecido, en muchas ocasiones con el núcleo imaginario musulmán, o bien, se ha visto fagocitado por las propias casas. No obstante, aún quedan algunos pueblos que conservan murallas, alcázar y la población dentro de éstas. Nos referimos a Castellar de la Frontera.


  Hay que decir que hay que diferenciar el Castellar viejo del nuevo; el último, es el típico pueblo de repoblación de la posguerra, moderno, con calles ordenadas y un claro carácter agrario. Uno de otro, distan varios kilómetros de distancia, y hay que superar al nuevo, para entrar en una tortuosa carretera que nos lleva al pueblo viejo, éste sí, una estampa típicamente medieval. De hecho, una vez terminado el ascenso, el vehículo debe dejarse en una explanada que hace las veces de aparcamiento; dejado éste, no cuesta nada en absoluto, imaginar como los distintos alcaides y sus caballeros entraban a caballo por la única puerta de acceso que hay a la población, puerta ésta, que hasta la construcción del pueblo nuevo, a mediados del siglo XX, se cerraba como sucedía en tiempos medievales. Hoy día, de ésta sólo queda el arco de acceso por la zona del alcázar, posteriormente palacio del Marqués de Moscoso, conjunto con una arquitectura nazarita de base, similar a las existentes en otras fortalezas del reino de Granada, pero que incorpora elementos posteriores. Aún así, las imponentes torres nos avisan de que estamos en la zona más fuerte y difícil de conquistar del conjunto. Actualmente, éste hace las veces de hotel con encanto de la cadena Tugasa, adscrita a la Diputación gaditana. El mismo palacio se une a la pequeña iglesia del siglo XVII por medio de una algorfa; el templo casi con total seguridad se trataba de la antigua mezquita local. Pero lo mejor está aún por ver, el interior de un pueblo de casas blancas con puertas y ribetes de color añil, de un urbanismo de herencia musulmana, pero con la típica arquitectura sencilla del interior rural andaluz, con las características fachadas blancas y tejados a dos aguas con tejas árabes, así como puertas y ventanas de madera. Las mismas aprovechan gran parte del conjunto amurallado, el cual se conserva completo e íntegro, y mantiene su estructura típica de entre los siglos XIII al XV, propios del nombrado reino granadino, conservándose hasta algunas barbacanas. Y aunque pequeño, el pueblo puede llevar un buen rato de visita, pues es más que recomendable perderse por sus tortuosas calles, algunas de las cuales, acaban con unas magníficas vistas a un mirador, o balcón al pantano del Guadarranque y al selvático parque natural de Los Alcornocales.


  La entrada al pueblo es en sí toda una grata experiencia, un viaje absoluto en el tiempo, en el que reina el silencio en las estrechas calles adoquinadas con chinos. En su interior están prohibido los vehículos, y sólo las papeleras nos recuerdan en el siglo que estamos. Además, de por su limpieza, el pueblo es digno de ejemplo; el mantenimiento del mismo se lleva a cabo por los habitantes locales, muchos de ellos, por gente procedente de otras latitudes europeas, aunque como es lógico, el cuidado del mismo entre dentro de los presupuestos del ayuntamiento local. Por último, subimos a un mirador, desde donde se puede observar una magnífica panorámica, donde se ven las verdes espesuras de los alrededores y el peñon de Gibraltar al fondo, así como los distintos halcones y cernícalos volando en sus labores de cacería. El silencio reina, sólo roto por el sonido de los falcónidos, y los cantos de los vencejos y chovas que pueblan estas piedras milenarias. Todo un viaje en el tiempo en el que no hace falta más que recorrer algo más de una hora de viaje, y es que nuestra tierra andaluza, sigue ofreciendo estampas únicas y desconocidas, incluso para los amantes de la carretera como yo. Un saludo desde el sur.











































  

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