Saudade, es un sentimiento de difícil explicación, que sin embargo encontró una clara definición entre nuestros vecinos portugueses, y no, no creo particularmente, que sea nuestra gallega morriña, algo que tiende a la nostalgia de tiempos pasados, o tierras que nos vieron nacer y que ahora se encuentran lejanas. La saudade es algo con lo que se respira cierta angustia, un jarro de agua fría en una realidad que puede encontrarse edulcorada por nosotros mismos, es como un aceptar de manera resignada los golpes del destino, un adiós que duele, una tristeza controlada. Tal vez no lo entiendan si no visitan Portugal, y prueben a hablar con sus habitantes, y comprobar que tras una sonrisa y una espléndida educación que muchos quisiéramos para nuestra tierra, existe una sensación de anhelo y triste realidad que se expresa en su manifestación folclórica más conocida, el fado; un canto desgarrador de dolor y pena, que muchas veces también expresamos nosotros con nuestro flamenco. Aunque en el caso portugués, a diferencia del andaluz, se diferencia en que nos encontramos ante un concepto más abstracto, y que no versa sobre un hecho en concreto, sino sobre una percepción de la realidad que a veces podemos a llegar a maldecir, porque se ha llevado algo que teníamos, y ahora nos falta, puede ser el mar, o el destino, simplemente, como podemos comprobar en O mar, de Madredeus.
Hace ya un buen puñado de años que visité el Algarve portugués, casi por estas fechas, y hace un par, que fui para Lisboa, epicentro de la saudade mundial, y pude observar, y tal vez contagiarme, de una sensación de ahogo sin sentido alguno en el que uno se conforma con lo que le viene, y necesita en cierto modo como una droga, pero que en el fondo detesta como una prisión sentimental que uno pisa sin haber condena ni culpa de por medio. Y es que casi hay que decirlo son más de las veces en las que las ilusiones se desvanecen en el tiempo como la arena o la ceniza en el aire. Hay días tan tristes en los que uno nota como el alma se rompe en mil pedazos, y hoy puede ser ese, en los que uno ve el futuro venidero se convierte en un otoño sin colores. Y por ello, siempre es recomendable visitar nuestra nación vecina, donde una estrecha y solitaria carretera te lleva a una playa desierta o un cabo ventoso con un alto acantilado, como San Vicente, donde uno puede olvidar o recordar cualquier cosa o momentos mejores, y tener la sensación de encontrarse en el fin del mundo. O visitar un pueblo blanco a la sombra de un castillo, de calles desiertas, vacías, cuyo silencio sólo se ve roto por el canto incesante de las chicharras bajo un calor tan aplastante como puede ser la propia vida en muchas ocasiones. O pasear por la noche en las viejas calles adoquinadas de la Alfama lisboeta, con sus antiguas casas decoradas de azulejos ruinosos, y sentarse en una espartana fonda en la que sólo hay un mobiliario de madera, y un ventilador y un televisor, que llevan ahí desde hace cuarenta años.
Portugal, y muchos pueblos del Algarve, aún esconden ese alma poeta tan propia de nuestros vecinos, incluso en aquellos en los que el turismo de masas ha roto su esencia tan pura, como sucede en el litoral del Mediterráneo español. Pero recuerdo como ayer, cuando el último día de mis vacaciones en Carvoeiro, visité por última vez el pequeño supermercado de Miguel, un hombre que nos cayó bien a todos los que lo conocimos en aquel viaje. Y cuando me despedí de él, comentándole que era nuestro último día, hizo un gesto de resignación, y un pequeño chasquido con la boca, y nos dijo: Todo se acaba, todo se acaba... pura saudade, pura resignación portuguesa. Y es que muchas veces las palabras pueden ser más contundentes y útiles para el desahogo que las lágrimas. Un saludo desde el sur.